domingo, 29 de julio de 2012

IDENTIDAD Y DIVERSIDAD CULTURAL

Cultura e identidad
He aquí dos términos que dan lugar a definiciones y concepciones tan numerosas como difícilmente conciliables. No es posible abordar la dimensión social y política de la cultura, que es la que nos interesa, haciendo abstracción de las relaciones entre cultura e identidad.
En esta perspectiva, podemos adoptar la definición de cultura adoptada por la UNESCO en México en 1982 y retomada en la Declaración universal sobre la diversidad cultural (noviembre de 2001):
«En su sentido más amplio, la cultura puede ser considerada hoy como el conjunto de rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan una sociedad o un grupo social. Además de las artes y las letras, engloba los modos de vida, los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias».

El papel de la cultura es descrito de este modo:
«La cultura da al hombre la capacidad de reflexión sobre sí mismo. Es ella la que hace de nosotros seres específicamente humanos, racionales, críticos y éticamente comprometidos. Gracias a ella discernimos valores y tomamos decisiones. A través de ella el hombre se expresa, toma conciencia de sí mismo, se reconoce como un proyecto inacabado, cuestiona sus propios logros, busca incansablemente nuevas significaciones y crea obras que lo trascienden».
La cultura no es una noción abstracta; es un conjunto vivo que evoluciona integrando constantemente los resultados de elecciones individuales y colectivas. Se expresa en diversas manifestaciones pero no se reduce a sus obras. Resultante de una herencia compleja constantemente sometida al examen crítico y a la necesidad de adaptación, la cultura es una conquista permanente que se construye en las interacciones y por tanto en relación con los otros. El hecho de que las culturas se encarnen en identidades particulares no impide la búsqueda de valores comunes. Cada cultura constituye un esfuerzo original y constante para alcanzar lo universal, y ninguna puede pretender monopolizarlo. La universalidad no es sinónimo de uniformidad. Ninguna sociedad podría funcionar sin disponer de un repertorio de representación y de acción compartida por sus miembros y que la distingue de los otros. Las relaciones entre los grupos sociales, ya sea dentro de un Estado-nación o a escala extranacional, se inscriben en primer lugar en la representación que cada uno se hace del otro.
La noción de identidad da lugar a análisis aún más contrastantes. Es difícil reconciliar el punto de vista de quienes estiman que «la noción de identidad cultural es peligrosa», o incluso «que la noción de identidad colectiva es una ficción ideológica» y el de Manuel Castells, quien se refiere al poder liberador de la identidad que él se niega a considerar como puramente individual o como mero rehén del integrismo.Castells llama «identidad (cuando el término se aplica a los actores sociales) al proceso de construcción de sentido a partir de un atributo cultural, o de un conjunto coherente de atributos culturales, que tiene prioridad sobre todas las demás fuentes. Un mismo individuo, o un mismo actor colectivo, puede tener varias (...). Las identidades organizan el sentido, lo que un actor identifica simbólicamente como el objetivo de su acción». Constatando que la construcción social de la identidad se produce siempre en un contexto marcado por relaciones de fuerzas, distingue tres formas de origen diferente: la identidad legitimante, introducida por las instituciones dirigentes de una sociedad; la identidad-resistencia, producida por los actores en posición desvalorizada por la lógica dominante, y la identidad-proyecto, construida por actores que no son individuos sino el actor social colectivo a través del cual los individuos acceden al sentido holístico de su experiencia.
Este análisis permite comprender, desde un ángulo que no es el del síndrome identitario o el del choque de civilizaciones, el vínculo entre mundialización e identidad. Si se la reduce a la globalización económica y financiera, la mundialización no responde a la necesidad de sentido de la acción humana. Hay que buscar los medios para que se construyan de manera responsable y en el respeto de los demás, admitiendo que la mundialización afecta también las relaciones entre sociedades y culturas.
 
Diversidad cultural y repliegues identitarios
A la inversa del primero, el otro peligro que acecha a la cultura, y con ella a la diversidad cultural, es el del arrinconamiento: que quede reducida a significar un marcador de identidad tan estrecho y autocentrado que termine excluyendo cualquier coexistencia. De hecho, con las guerras identitarias y los conflictos étnicos que han ensangrentado durante la última década a países de pluralismo cultural, hemos visto identidades llevadas al extremo reivindicando para sí, y excluyendo a las otras, el territorio, la ley y el poder. El repliegue de las culturas sobre sí mismas, este nivelamiento «hacia abajo» de la identidad reducida a los albures del nacimiento, el color de la piel o la afiliación religiosa, da cuenta de la función restrictiva y de exclusión que puede asumir la cultura en ciertas circunstancias. Todo ocurre entonces como si el grupo, consolidado en torno de sus valores y sus símbolos que ya no sirven más que para garantizar su unidad y cohesión, se cerrara a toda alteridad, negándose incluso a tolerar sus huellas en el espacio que le es propio. En nombre de una identidad de combate, «mortífera», étnica y discriminatoria, la vida con los demás se declara imposible. La tierra es entonces «limpiada» en nombre de la identidad. Las comunidades y los grupos que no comparten la cultura, la lengua o la religión del grupo más poderoso sufren debido a su diferencia las exacciones más duras. Esta instrumentalización de los valores y las culturas por la que se convierten en fortalezas del encierro identitario es una inversión de las funciones de la cultura. La identidad se vuelve una herramienta destinada exclusivamente a la definición de sí mismo y el principio de una oposición a los otros. Los valores, el espacio y la razón política son puestos al servicio de la exaltación de la identidad más estrecha. La diversidad cultural ya no está limitada o amenazada. Es simplemente negada. La guerra se inscribe así insidiosamente en las funciones de la cultura.
Una de las primeras funciones de la cultura en los conflictos es que ésta aparece como un prescriptor de identidad. Cuando las naciones estallan y se derrumba la autoridad que garantizaba su unidad, o la identidad política que garantizaba su cohesión, se apela fuertemente a la cultura, a través de algunos de sus aspectos tales como la lengua o la religión, como el marco dispensador de una identidad alternativa. La identidad cultural se hace valer entonces como el sustituto de una identidad nacional difunta o desfalleciente. Así, sin ser exclusiva de otros elementos culturales, la religión, por ejemplo, es llamada a desempeñar el papel de soporte identitario en comunidades que no dejan de reconocerse en la identidad nacional que, antaño, englobaba las diferentes pertenencias de los ciudadanos de un Estado o los miembros de una nación.
Una segunda función que cumple la cultura en situación de conflictos identitarios tiene que ver con la legitimación que puede aportar a la acción política del grupo en guerra. Este carácter difuso, casi espontáneo, puede agravarse y volverse explícito cuando instancias culturales, regionales o religiosas asignan un claro reconocimiento a causas étnicas, clánicas o confesionales. La cultura desempeña en este caso el papel de una religión desviada que aporta una suerte de «bendición» a una causa, haciendo creer, por ejemplo, que violencias «inevitables» inherentes a la acción son «aceptables». La línea y los medios de defensa del grupo son presentados como estrategias de supervivencia frente a la amenaza que harían planear comunidades opuestas.
Por último, las culturas presas en los meandros de los conflictos pueden transformarse en una verdadera fuerza de movilización. En circunstancias de crisis, la cultura da testimonio de su temible capacidad de sensibilizar los espíritus y galvanizar las energías. Orientado a la defensa de una tierra «sagrada» o de una causa igualmente «sagrada», el combate identitario cobra el aspecto de una guerra santa. Tras su impulso pueden constituirse partidos llamados religiosos que hacen del componente religioso de ciertas identidades una verdadera plataforma para el activismo político. En numerosos conflictos del mundo, en India, Afganistán, Sudán, Israel/Palestina, la radicalización política puede extraer del fondo cultural de las religiones los resortes de su acción. Proteger la cultura o los valores del grupo, preservar su territorio, se convierten en exigencias de reacción a favor de la salvaguarda de un «sagrado-profano» que reviste en la ocasión todos los rasgos de lo sagrado. Lo político termina de instrumentalizar la cultura ¯en realidad, de someterla a los fines del poder, de preeminencia o reparto inicuo de las riquezas, cuando llega a sacralizar el espacio comunitario (topos), a exaltar las normas, los símbolos, los valores y las reglas del grupo (nomos) y a establecer un discurso (logos) de exclusión.


BIBLIOGRAFÍA
http://www.oei.es/pensariberoamerica/ric06a03.htm 
http://www.oei.es/pensariberoamerica/ric06a01.htm

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