Cultura e identidad
He aquí dos términos que dan lugar a definiciones
y concepciones tan numerosas como difícilmente conciliables. No es posible abordar la dimensión social y política de
la cultura, que es la que nos interesa, haciendo abstracción de
las relaciones entre cultura e identidad.
En esta perspectiva, podemos adoptar la definición
de cultura adoptada por la UNESCO en México en 1982 y retomada
en la Declaración universal sobre la diversidad cultural
(noviembre de 2001):
«En su sentido más amplio, la cultura puede
ser considerada hoy como el conjunto de rasgos distintivos, espirituales
y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan una sociedad
o un grupo social. Además de las artes y las letras, engloba los
modos de vida, los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas
de valores, las tradiciones y las creencias».
El papel de la cultura es descrito de este modo:
«La cultura da al hombre la capacidad de reflexión
sobre sí mismo. Es ella la que hace de nosotros seres específicamente
humanos, racionales, críticos y éticamente comprometidos.
Gracias a ella discernimos valores y tomamos decisiones. A través
de ella el hombre se expresa, toma conciencia de sí mismo, se reconoce
como un proyecto inacabado, cuestiona sus propios logros, busca incansablemente
nuevas significaciones y crea obras que lo trascienden».
La cultura no es una noción abstracta; es un conjunto
vivo que evoluciona integrando constantemente los resultados de elecciones
individuales y colectivas. Se expresa en diversas manifestaciones pero
no se reduce a sus obras. Resultante de una herencia compleja constantemente
sometida al examen crítico y a la necesidad de adaptación,
la cultura es una conquista permanente que se construye en las interacciones
y por tanto en relación con los otros. El hecho de que las culturas
se encarnen en identidades particulares no impide la búsqueda de
valores comunes. Cada cultura constituye un esfuerzo original y constante
para alcanzar lo universal, y ninguna puede pretender monopolizarlo. La
universalidad no es sinónimo de uniformidad. Ninguna sociedad podría
funcionar sin disponer de un repertorio de representación y de
acción compartida por sus miembros y que la distingue de los otros.
Las relaciones entre los grupos sociales, ya sea dentro de un Estado-nación
o a escala extranacional, se inscriben en primer lugar en la representación
que cada uno se hace del otro.
La noción de identidad da lugar a análisis
aún más contrastantes. Es difícil reconciliar el
punto de vista de quienes estiman que «la noción de identidad
cultural es peligrosa», o incluso «que la noción de identidad
colectiva es una ficción ideológica»
y el de Manuel Castells, quien se refiere al poder liberador de la identidad
que él se niega a considerar como puramente individual o como mero
rehén del integrismo.Castells llama «identidad (cuando el término se aplica a los
actores sociales) al proceso de construcción de sentido a partir
de un atributo cultural, o de un conjunto coherente de atributos culturales,
que tiene prioridad sobre todas las demás fuentes. Un mismo individuo,
o un mismo actor colectivo, puede tener varias (...). Las identidades
organizan el sentido, lo que un actor identifica simbólicamente
como el objetivo de su acción».
Constatando que la construcción social de la identidad se produce
siempre en un contexto marcado por relaciones de fuerzas, distingue tres
formas de origen diferente: la identidad legitimante, introducida
por las instituciones dirigentes de una sociedad; la identidad-resistencia,
producida por los actores en posición desvalorizada por la lógica
dominante, y la identidad-proyecto, construida por actores que
no son individuos sino el actor social colectivo a través del cual
los individuos acceden al sentido holístico de su experiencia.
Este análisis permite comprender, desde un ángulo
que no es el del síndrome identitario o el del choque de civilizaciones,
el vínculo entre mundialización e identidad. Si se la reduce
a la globalización económica y financiera, la mundialización
no responde a la necesidad de sentido de la acción humana. Hay que buscar los
medios para que se construyan de manera responsable y en el respeto de
los demás, admitiendo que la mundialización afecta también
las relaciones entre sociedades y culturas.
Diversidad cultural y repliegues identitarios
A la inversa del primero, el otro peligro que acecha a la cultura, y
con ella a la diversidad cultural, es el del arrinconamiento: que quede
reducida a significar un marcador de identidad tan estrecho y autocentrado
que termine excluyendo cualquier coexistencia. De hecho, con las guerras
identitarias y los conflictos étnicos que han ensangrentado durante
la última década a países de pluralismo cultural,
hemos visto identidades llevadas al extremo reivindicando para sí,
y excluyendo a las otras, el territorio, la ley y el poder. El repliegue
de las culturas sobre sí mismas, este nivelamiento «hacia
abajo» de la identidad reducida a los albures del nacimiento, el
color de la piel o la afiliación religiosa, da cuenta de la función
restrictiva y de exclusión que puede asumir la cultura en ciertas
circunstancias. Todo ocurre entonces como si el grupo, consolidado en
torno de sus valores y sus símbolos que ya no sirven más
que para garantizar su unidad y cohesión, se cerrara a toda alteridad,
negándose incluso a tolerar sus huellas en el espacio que le es
propio. En nombre de una identidad de combate, «mortífera»,
étnica y discriminatoria, la vida con los demás se declara
imposible. La tierra es entonces «limpiada» en nombre de la
identidad. Las comunidades y los grupos que no comparten la cultura, la
lengua o la religión del grupo más poderoso sufren debido
a su diferencia las exacciones más duras. Esta instrumentalización
de los valores y las culturas por la que se convierten en fortalezas del
encierro identitario es una inversión de las funciones de la cultura.
La identidad se vuelve una herramienta destinada exclusivamente a la definición
de sí mismo y el principio de una oposición a los otros.
Los valores, el espacio y la razón política son puestos
al servicio de la exaltación de la identidad más estrecha.
La diversidad cultural ya no está limitada o amenazada. Es simplemente
negada. La guerra se inscribe así insidiosamente en las funciones
de la cultura.
Una de las primeras funciones de la cultura en los conflictos es que
ésta aparece como un prescriptor de identidad. Cuando las naciones
estallan y se derrumba la autoridad que garantizaba su unidad, o la identidad
política que garantizaba su cohesión, se apela fuertemente
a la cultura, a través de algunos de sus aspectos tales como la
lengua o la religión, como el marco dispensador de una identidad
alternativa. La identidad cultural se hace valer entonces como el sustituto
de una identidad nacional difunta o desfalleciente. Así, sin ser
exclusiva de otros elementos culturales, la religión, por ejemplo,
es llamada a desempeñar el papel de soporte identitario en comunidades
que no dejan de reconocerse en la identidad nacional que, antaño,
englobaba las diferentes pertenencias de los ciudadanos de un Estado o
los miembros de una nación.
Una segunda función que cumple la cultura en situación
de conflictos identitarios tiene que ver con la legitimación que
puede aportar a la acción política del grupo en guerra.
Este carácter difuso, casi espontáneo, puede agravarse y
volverse explícito cuando instancias culturales, regionales o religiosas
asignan un claro reconocimiento a causas étnicas, clánicas
o confesionales. La cultura desempeña en este caso el papel de
una religión desviada que aporta una suerte de «bendición»
a una causa, haciendo creer, por ejemplo, que violencias «inevitables»
inherentes a la acción son «aceptables». La línea
y los medios de defensa del grupo son presentados como estrategias de
supervivencia frente a la amenaza que harían planear comunidades
opuestas.
Por último, las culturas presas en los meandros de los conflictos
pueden transformarse en una verdadera fuerza de movilización. En
circunstancias de crisis, la cultura da testimonio de su temible capacidad
de sensibilizar los espíritus y galvanizar las energías.
Orientado a la defensa de una tierra «sagrada» o de una causa
igualmente «sagrada», el combate identitario cobra el aspecto
de una guerra santa. Tras su impulso pueden constituirse partidos llamados
religiosos que hacen del componente religioso de ciertas identidades una
verdadera plataforma para el activismo político. En numerosos conflictos
del mundo, en India, Afganistán, Sudán, Israel/Palestina,
la radicalización política puede extraer del fondo cultural
de las religiones los resortes de su acción. Proteger la cultura
o los valores del grupo, preservar su territorio, se convierten en exigencias
de reacción a favor de la salvaguarda de un «sagrado-profano»
que reviste en la ocasión todos los rasgos de lo sagrado. Lo político
termina de instrumentalizar la cultura ¯en realidad, de someterla
a los fines del poder, de preeminencia o reparto inicuo de las riquezas,
cuando llega a sacralizar el espacio comunitario (topos), a exaltar
las normas, los símbolos, los valores y las reglas del grupo (nomos)
y a establecer un discurso (logos) de exclusión.
BIBLIOGRAFÍA
http://www.oei.es/pensariberoamerica/ric06a03.htm
http://www.oei.es/pensariberoamerica/ric06a01.htm
No hay comentarios:
Publicar un comentario